jueves, 16 de abril de 2009

SUBJETIVIDAD E INTERSUBJETIVIDAD



Subjetividad e Intersubjetividad:

Una lectura desde la Psicología Cultural


Se expone una lectura de los conceptos de subjetividad e intersubjetividad a la luz de la Teoría Histórico Cultural de la Actividad (THCA). Esta teoría pone el acento en el carácter social y cultural del pensamiento humano. Desde esta perspectiva subjetividad e intersubjetividad se encontrarían unidas a través del rol que juegan los artefactos culturales tanto en la organización del pensamiento como en la regulación de las interacciones sociales.


Palabras claves: subjetividad, intersubjetividad, artefactos culturales, mediación



Introducción:


El sólo hecho de constatar las dificultades que aún tiene la psicología para producir una definición concordante en torno a los conceptos de subjetividad e intersubjetividad permitiría quizás eludir tener que dar mayores explicaciones en cuanto al interés de abordar esta temática. En efecto, la psicología no ha logrado aun construir consensos conceptuales suficientes que permitan, por ejemplo, distinguir sin dudar procesos o contenidos subjetivos de procesos o contenidos intersubjetivo. Así numerosas interrogantes flotan en el espacio disciplinario sin obtener respuestas claras y contundentes, entre ellas: ¿Cuánto de lo que cada uno piensa y/o siente es propio o reflejo de lo compartido y adquirido socialmente? ¿Existe alguna relación de precedencia entre uno y otro fenómeno? ¿La intersubjetividad es resultado de la confluencia de subjetividades, o por el contrario, las subjetividades particulares están ‘contenidas’ al interior de un espacio intersubjetivo mayor, con base al cual los individuos ‘interpretaríamos’ distintas ‘versiones subjetivas’?


Estas y otras interrogantes son desde hace mucho sujeto de debate disciplinario y han dado lugar a interesantes desarrollos y diversas toma de posiciones, pero las argumentaciones esgrimidas han tendido a seguir caminos a menudo divergentes, sin que en numerosos casos queden explícitos los fundamentos de tales divergencias. La escasa explicitación de las premisas en juego ha contribuido a acentuar la sensación de cierta confusión conceptual, que ya por lo complejo de la temática, es fácil que se produzca.


Si bien los argumentos arriba esgrimido parecen tener un peso en si mismos y legitiman ampliamente el abordaje de los conceptos de subjetividad e intersubjetividad, parece igualmente necesario hacerse cargo que esta discusión transcurre hoy en n escenario particularmente sensible: el debate en torno a la modernidad.


A pesar que ya se ha transformado en un tópico aludir a los fenómenos vinculados a la modernidad para dar cuenta de sentimientos de confusión teórica al interior de las ciencias sociales, no es menos cierto que el escenario que este fenómeno impone en el presente lo hace ineludible. Esto por las variadas dinámicas que aparecen operando en torno a la modernidad.


De estas dinámicas asociadas a la modernidad, las más frecuentemente referidas son sin duda la cambiante dinámica sociocultural, la creciente globalización del ámbito público y la simultanea fragmentación de los espacios personales, la creciente apertura a una noción de sujeto compelido a tomar decisiones sobre su propio destino (Giddens, 1994). Todas ellas, cual más cual menos, colocan en tensión las ideas de subjetividad e intersubjetividad y les otorga una particular relevancia.


En este contexto, subjetividad e intersubjetividad, más allá de ser conceptos emblemáticos en el discurso disciplinario de la psicología, aluden hoy a discusiones de alta significación en el plano societal y personal, como por ejemplo: ¿Nuestras comunidades cuentan hoy con representaciones simbólicas colectivas que les permita construir proyectos colectivos? ¿Qué lugar para el desarrollo y libre expresión de los individuos en nuestra sociedad? ¿Qué responsabilidad atañe a los individuos asumir en relación a las comunidades en las que se insertan? ¿Qué roles le cabe a la sociedad con respecto al bienestar y seguridad de los individuos?


Estas y otras interrogantes interpelan tanto a la operacionalización de los conceptos en cuestión así como al decantamiento de los ineludibles marcos ideológicos en juego. Cabe destacar que ambas exigencias se encuentran inextricablemente vinculadas al desafío de construcción cultural en nuestra sociedad al que el discurso de la modernidad nos confronta.


Dicho esto, ciertamente que el propósito de este texto es bastante más modesto y sólo pretende dar cuenta –de modo parcial- de algunas consideraciones conceptuales que desde la disciplina psicológica podrían resultar útiles en la discusión propuesta. En especial se hace acento aquí en dos aspectos de este debate: por un lado en la cuestión de la intencionalidad y de los propósitos, y por otro, en el rol de los artefactos culturales (lenguaje, representaciones mentales compartidas, herramientas de coordinación y acción, etc.). Para estos fines, intentaremos abordar a continuación algunos aspectos relevantes en torno a los conceptos de subjetividad e intersubjetividad. Primero se esboza de modo sintético algunos de los debates y puntos de vista que atraviesan esta temática y que resultan atingentes a lo que interesa revisar aquí. En particular –aunque muy apretadamente-se expone la discusión relacionada con la localización de lo psicológico (psique localizada versus psique distribuida) y aquella que refiere al carácter de la generación de la acción (acción situada versus intencionada). Luego se expone a trazos gruesos una lectura de los conceptos de subjetividad e intersubjetividad desde la perspectiva de la Teoría Histórico Cultural de la Actividad (THCA).


Psique localizada y psique distribuida


Es indudable que uno de los tópicos que más controversia genera en psicología es el de la ‘ubicación’ de la psique humana. Vale decir si esta se encuentra ya sea exclusivamente radicada ‘al interior de la cabeza de los individuos’ o si bien incluye el ‘escenario sociocultural compartido por las personas’.


Para efectos de ilustrar el escenario amplio al interior del cual se desenvuelve la discusión que nos interesa llevar aquí, revisaremos rápidamente algunos argumentos en torno a la naturaleza localizada o distribuida de la cognición humana, discusión determinante para el reconocimiento de las características de los procesos subjetivos e intersubjetivos.


Psique localizada


Por un lado los defensores de la tesis de una psique delimitada a los procesos individuales tienden a campar decididamente sobre el enfoque tradicional de la cognición humana, en el cual el acento está situado en las funciones típicas de procesamiento de información características de los organismos animales (sensación, percepción y memoria fundamentalmente) (Donald, 1993), así como en los argumentos localizacionistas desarrollados tras los interesantes hallazgos de la neurociencia en las últimas décadas, en especial en lo que toca a la especialización funcional de diversas áreas y órganos del sistema nervioso central, especialización que se ha visto llega incluso al ámbito celular (se han identificado células que son especializadas en captar sólo un tipo de señal al interior de configuraciones informacionales complejas).


Convergentemente, los trabajos de Noam Chomsky, si bien originados en otro ámbito de análisis, apuntan en un mismo sentido. Chomsky (1980) sugiere que el carácter temprano que tendría la adquisición del lenguaje, y lo universal de su estructura, avalarían el sostener su carácter innato. De algún modo el ser humano estaría ‘programado’ para desarrollar lenguaje, por lo que la incidencia de la interacción social en su aparición y desarrollo sólo tendría una función facilitadora y moduladora.


En un plano aún distinto, el psicoanálisis, en sus distintas versiones, no obstante que ha aportado de modo importante al desarrollo de una perspectiva que hace acento en el carácter simbólico de las interacciones del individuo con el mundo, tiende en última instancia a quebrar el circulo hermenéutico que se establece entre sujeto y su actividad en el mundo en la definición de instancias ‘originarias’ que explicarían el comportamiento humano. Así, ideas tales como la de ‘pulsiones’ freudianas (Freud, 1948), energías que buscarían realizarse en objetos del mundo (y que eventualmente se subliman o se reprimen en el mundo de la cultura), la de ‘arquetipos’ jungiano Jung, 1995), que parece apuntar a un supuesto de preexistencia o innatismo simbólico, o la idea de “significante absoluto” de Lacan (1966), que parece sugerir la existencia de significados independientes (preexistentes) de los individuos que significan y su actividad de significación, significados que en algún modo el lenguaje escamotearía, escindiendo al sujeto (de ahí la necesidad de deconstruir).


De esta rápida panorámica, es posible vislumbrar que desde distintas áreas de las ciencias que se ocupan del funcionamiento psicológico se han desarrollado importantes tesis que tienen en común el hecho de radicar la cognición y el comportamiento en características ya sean estructurales, preexistentes, originarias o esencialistas del individuo. Dicho en otros términos, estas distintas posturas tienden en buena medida a desarrollar una mirada, que al menos, sitúan en un plano secundario los procesos de adquisición y construcción social. Vale decir, de alguna manera pareciera estar implícita la idea que el ser humano llegaría al mundo con estructuras o potenciales cognitivos, motivacionales y/o comportamentales predeterminados, las que sólo esperarían encontrar la ocasión y las condiciones de su actualización (por ejemplo a través de isomorfismos estructurales, telelogía genética o pulsional, deconstrucción simbólica, etc.).


Estas características estructurales en cierta medida sugieren la existencia de alguna ‘naturaleza humana’ esencial, y sería ésta la que en última instancia definiría el comportamiento genérico de las personas. En este marco, la diversidad expresiva de los individuos y las culturas podría ser entendidas, ya sea como variaciones en torno a análogas lógicas y procesos básicos, o como variaciones radicadas en diferenciales de las propias estructuras que organizarían el comportamiento (por ejemplo, de las estructuras orgánicas, de los procesos de desarrollo, etc.).


Si bien desde estos supuestos el énfasis en la irreductible subjetividad del sujeto no está ajeno a ser problemático, por efectos de los determinismos expuestos, son perfectamente coherentes con la idea que la psique y el comportamiento de los individuos encontrarían fundamentalmente explicación en el propio sujeto. Las condiciones e interacciones sociales serían así sólo uno de los (importantes) escenarios de expresión al interior de los cuales los individuos ‘ejecutarían’, con contenidos y formas circunstanciales, los procesos psíquicos predefinidos o estructuralmente organizados.


Psique distribuida


Una interesante revisión del estado del arte en materia de desarrollos teóricos relacionados con cognición distribuida fue publicada hace más de una década bajo la dirección del psicólogo de la universidad de Haifa, Gavriel Salomon (1993), en la que diversos sostenedores de posturas culturalistas confrontaban sus argumentos.


Algunos de ellos (Cole y Engeström, 1993) hacían especialmente fuerza en el hecho que el pensamiento humano sólo adquiere sentido en la medida en que el lenguaje, herramienta social y cultural por esencia, le permite tomar forma y direccionalidad. Desde esta perspectiva se asevera que el lenguaje sería la herramienta responsable de permitir ‘pensar en conjunto’ con individuos ubicados en distintas ubicaciones del espacio y del tiempo (a través de la comunicación directa o mediada por documentos, libros y otros diversos soportes culturales). Más aún, se proponía la idea que el lenguaje –definido en un sentido amplio y no meramente discursivo- permitiría ‘pensar’ no sólo con otras personas, sino que igualmente con diversos artefactos técnicos desarrollados al interior de la cultura que servirían de soporte ‘cognitivo’ a los procesos de pensamiento (relojes, calculadoras, calendarios, etc.) (Cole y Engeström, 1993).


Tales artefactos culturales serían desde esta perspectiva, cristalizaciones del conocimiento y prácticas humanas, y como tales contendrían significados (estáticos y dinámicos) que podrían operar como herramientas cognitivas externas a los individuos. Un atractivo ejemplo de estas mediaciones culturales que operan en los procesos de acción basados en cognición distribuida es expuesto por Edwin Hutchins (1995) a partir de la antropología cognitiva de la actividad que desarrolla la tripulación de un barco en el transcurso de una travesía, mostrando la articulación simbólica de las coordinaciones y acciones entre diversos roles distribuidos en el tiempo y el espacio.


Desde una perspectiva convergente, el psicólogo francés Pierre Rabardel (1997) insinúa el desarrollo de una semiótica de los artefactos tecnológicos y su análisis en concordancia con la naturaleza de las mediaciones de las que participan y de los propósitos que sirven. Las diversas ‘lógicas’ de relación con los artefactos tecnológicos que Rabardel identifica estarían asentadas en la naturaleza de los propósitos de acción de las personas. Vale decir, en la definición subjetiva de metas.


Desde una vertiente argumentativa totalmente distinta, el psicólogo evolucionista canadiense Merlin Donald (1993 y 2002), plantea la idea de considerar las tecnologías como parte de las adquisiciones evolutivas de la humanidad, a un mismo título que el desarrollo evolutivo cortical y del lenguaje. Esta perspectiva se ha visto en los últimos años reforzada por posiciones que desde la neurociencia han hecho énfasis en la plasticidad neuronal, y en particular en la influencia de la experiencia sobre la organización de las tramas dendríticas (Donald, 1993).


La acción situada


El debate en torno al rol de la subjetividad ha estado fuertemente influenciado por los aportes de la corriente constructivista, perspectiva francamente en auge en el transcurso de las ultimas tres décadas. El principal énfasis que propone esta corriente está en lo que atañe la valoración de lo contextual como factor clave en la atribución de sentido. Para el desarrollo de este punto se tomará ampliamente base en el interesante análisis realizado por Bonnie Nardi (2001). Ella propone ciertas caracterizaciones significativas de los desarrollos propuestos en el marco de las teorías de la acción situada, representada por un lado, por autores tales que Jean Lave, y Wynograd y Flores, por otro.


Para Lave (1988), las relaciones que se establecen entre las personas y sus settings de acción configurarían una entidad indisociable. Esta entidad sería la única que permitiría comprender el significado de las acciones. Los settings de acción serían entramados institucionales estables –arenas, según la nomenclatura de Lave- que ofrecerían posibilidades ordenadas de acción personalizada. Así en cada arena de acción, cada persona puede desarrollar patrones particulares, construidos en razón del calce de sus requerimientos, derivados de necesidades y hábitos, al interior de una diversidad disponible. Tales flujos estarían por lo demás influenciados por la sensibilidad de las personas con respecto al entorno y caracterizados por la improvisación, fenómeno propio a toda actividad humana. Para Lave (1988), la intencionalidad, las metas, no serían las generadoras de la acción, sino que estas serían reconstrucciones reflexivas post facto, mientras la actividad y sus significados se generarían simultáneamente.


Nardi (2001) enfatiza que si bien Winograd y Flores comparte la radical postura situacionista de Lave, lo harían a partir de una impronta teórica distinta. Las posicición de Lave se originaría fundamentalmente en la crítica a las posiciones cognitivistas desarrolladas entre los años 60-80 en torno al estudio de algorítmos de resolución de problemas, y que según esta posición, se plasmaban en modelos en extremo rígidos que no atendían al carácter emergente de las situaciones específicas de acción. Winograd y Flores, por su parte, habrían desarrollado su discurso situacionista apoyándose en una lectura heideggeriana relativa a la idea de un ser ‘arrojado en el flujo del mundo’, flujo que guiaría el desarrollo del accionar de las personas. Estos últimos autores minimizarían el rol reflejo de la acción sobre la conciencia o el uso de representaciones mentales durables en la organización de la acción, como si lo hacen otros autores de la corriente de la acción situada (Lave, 1988; Rogoff, 2003).


Nardi (2001) señala que estas posiciones, en particular las más radicalizadas, al descartar el rol de la intencionalidad y de los propósitos de los individuos en la generación de la acción, descartarían la naturelaza subjetiva de la accionar humano. Con base a ello, si bien rescata el aporte de los modelos de acción situada en cuanto a sensibilizar en relación a los datos de los escenarios de acción y el carácter emergente y no automático de la acción humana, destaca paralelamente la curiosa coincidencia entre el situacionismo radical y el conductismo clásico en cuanto a conceptualizar la acción como generada (reacción en el marco conductista) por una situación (estimulo en el marco conductista). Advierte además sobre la dificultad que aparece desde los modelos de acción situada para determinar la existencia y calificación de una situación sin considerar la intencionalidad de las personas que actúan en ella: ¿Quién estaría en condiciones de definir cuándo es y de que naturaleza es una situación? y ¿A partir de que criterios es posible calificar en que situación se encuentran las personas que actúan?


Teoría Histórico Cultural de la Actividad


La perspectiva de la THCA posee algunas características que requieren ser precisadas para efectos de hacer inteligible una lectura desde ahí de los conceptos de subjetividad e intersubjetividad.


La primera de sus características reside en el rol que atribuye a los artefactos simbólicos y materiales en el desarrollo de la actividad humana, y en especial al lenguaje, en procesos tan complejos, diversos e imbricados como son la organización del pensamiento, la relación con la realidad social y material, así como aquella que las personas establecemos con nosotros mismos. Estos artefactos jugarían un rol de mediadores al interior de dichos procesos. Dicho de otro modo, esta perspectiva pone en relieve el predominio del empleo de herramientas ‘artificiales’ (en el sentido de artefacto producido) como elemento distintivo clave de la actividad adaptativa humana en relación a la actividad adaptativa del resto de las especies animales (Vigotsky, 1934; Luria, 1981).


La segunda característica apunta a enfatizar la naturaleza social y cultural de la producción y difusión de artefactos mediadores. Distintamente a otras especies animales, la humanidad no solo aprendería y enseñaría socialmente el uso de herramientas, pudiendo además transmitir estos conocimientos de generación en generación, sino que también sería capaz de realizar innovaciones y reelaboraciones instrumentales en función de los contextos particulares de su utilización. Vale decir, la humanidad poseería no sólo la capacidad de modificar la forma de una herramienta conservando sus propósitos instrumentales originales, sino que también serían capaces de resignificar los propósitos de uso de una herramienta, destinándola a fines para los cuales no habría sido creada originalmente (catacresis).


El conjunto de estos procesos habrían estado a la base del desarrollo de la impresionante dinámica de acumulación cultural de la humanidad, o efecto engranaje como lo denomina Tomasello (1999).


Una tercera característica relevante en la THCA refiere a la naturaleza histórica del desarrollo cultural y de la actividad humana. Esta característica refiere a lo menos a dos cosas distintas. La primera alude a una concepción evolutiva del desarrollo humano, la que apunta a señalar que las condiciones de producción social y cultural que se establecerían en determinados momentos de la historia humana constituirían base para futuras transformaciones de la condición humana. O dicho de un modo más clásico: la humanidad al transformar las condiciones de su existencia a través del trabajo se habría transformado a si misma, y en particular, las personas al cambiar su producción y trato material cambiarían su pensamiento y los productos de su pensamientos (Marx y Engels, 1968). La segunda refiere a algo muy distinto: En algún momento de la evolución de la especie se habría producido un desplazamiento del soporte de la actividad de los homínidos desde el aquí y el ahora de los datos sensoriales hacia una proyección representacional de un futuro ideal (Leontiev, 1977). Este giro se habría producido en torno a la emergencia del sentido de propósito, el que se habría constituido como eje organizador de la actividad. La conciencia de sentido de la actividad habría permitido articular el comportamiento en torno a objetos ausentes en el campo sensorial: el comportamiento presente se construiría a partir de su proyección hacia el futuro y se sustentaría en la experiencia pasada (Cole, 1996).


Por último, la THCA pone el acento sobre el carácter constructivo de la actividad orientada a metas. Según Bedny y Meister (1997), la actividad sería “un sistema coherente de procesos mentales internos, comportamientos externos, y procesos motivacionales combinados y dirigidos al logro de metas conscientes” (p.3). En este sistema, necesidades y motivos humanos jugarían una función energizadora de la actividad, pero no darían necesariamente cuenta directa de las características específicas de ésta, pues la actividad estaría sujeta a ineludibles mediaciones sociales y contextuales.


En el plano del análisis de la acción contingente, este enfoque señala que las necesidades podrían traducirse en motivos sólo en la medida en que adquieran la capacidad de inducir la actividad de una persona para el logro de una meta específica, compitiendo y/o convergiendo con motivos derivados de deseos, intenciones, aspiraciones, etc. Así un motivo podría expresarse en diferentes metas y una meta podría servir a diversos motivos. Esta complejidad en la relación entre motivos y metas estaría a la base de la dificultad que encontrarían los individuos para lograr una comprensión directa de los motivos de su actividad (Bedny y Meister, 1997).


La perspectiva que asume la THCA plantea numerosas implicancias teóricas y prácticas en relación a la discusión que se desarrolla aquí. En particular es relevante subrayar la conceptualización que hace de la conciencia, la que es considerada como momento subjetivo de la actividad de los individuos en el mundo. Una segunda implicancia, hace relación al carácter social de la constitución de la conciencia humana, por lo tanto su naturaleza ineludiblemente intersubjetiva. La tercera, indica el carácter mediado de los procesos subjetivos e intersubjetivos (Vygotski, 1934; Luria, 1981; Leontiev, 1977; Cole, 1996; Engeström, 1999).


Para la THCA, la internalización de lo social daría lugar a la apropiación transformadora de la herencia cultural a través de la actividad de los individuos en el mundo (Wertsch, 1998), y consecuentemente a la individuación. Como diría Giddens “no somos lo que somos sino lo que nos hacemos” (1994, p.99). Este proceso de internalización, no obstante, no implicaría necesariamente una individuación tal como se puede concebir en lo que Giddens (1994) denomina modernidad tardía, la que puede entenderse como un proceso de desarrollo tendiente a la creciente autonomía del individuo, el que estaría confrontado a la necesidad de realización de un proyecto de vida definido por él mismo. La individuación, tal como se expone aquí, considera que el proceso de apropiación de representaciones y prácticas por parte de los individuos sería también el mecanismo que prevalecería en las sociedades pre-modernas, en las que los roles sociales poseen una estabilidad y fuerza configurativa extraordinariamente potentes. El distingo entre estos dos escenarios de construcción de la subjetividad y de la intersubjetividad parece residir en el grado en que se actualizarían las presiones ya sea en relación a la definición del sí mismo (lógica autonómica) o de conformidad social (lógica heteronómica), polos que en el ámbito de los estudios transculturales y en psicología cultural comparada se tienden a rotular como orientación individualista y colectivista respectivamente. La primera, como lo señalan por ejemplo Camilleri y Malewska-Peyre (1997), refieren a sociedades en las que la enculturación “absorbe la socialización” y estarían “saturadas por reglas y regulaciones”, las que “deben ser respetadas por todos los miembros de la comunidad que aspiren a ser respetados y alcanzar la esencia de lo que se entendería por humanidad” (p. 45). Esta forma de construcción social sería particularmente identificable en sociedades de reducido tamaño y complejidad, según lo indican estos autores. Contrastando con ello, Camilleri y Malewska-Peyre (1997), señalan que en las sociedades modernas la cultura cesaría de ser un sistema de integración total y se transformaría solamente en aquello que los individuos de los diversos subgrupos reconocerían como lo que tienen en común entre ellos a pesar de sus diferencias. La dificultad para cristalizar representaciones compartidas producto de los incesantes y rápidos cambios y fragmentaciones que conlleva la vida en las sociedades complejas, estaría a la base del giro desde una construcción social basada en la herencia cultural (enculturación) hacia una basada en los procesos de socialización con los contemporáneos en escenarios constantemente redefinidos.


En el plano ontogenético, L. S. Vygotski (1934), apunta que la individuación de los sujetos emergería de la socialización a la que son sometidos desde su nacimiento. Siguiendo la línea de análisis planteada por M. Tomasello (1999), se puede agregar que la individuación emergería de un proceso en el que la identificación con el otro, a través del reconocimiento de análogas intenciones subyacentes en las conductas propias y las del otro, permitiría simultáneamente un proceso de objetivización del sí mismo al permitir mirarse a través de los ojos del otro.


Como se puede constatar, para la THCA, subjetividad e intersubjetividad constituyen fenómenos indisociables entre sí, unidos particularmente por los artefactos culturales que median ambos procesos. Ambos fenómenos –subjetividad e intersubjetividad-serían por lo demás simultáneamente resultantes de los mismos procesos de socialización que ocurren en torno a la actividad colectiva.


No obstante, si el concepto de actividad colectiva es central en la perspectiva de la THCA para explicar el carácter eminentemente social y emergente de los artefactos culturales que regulan el quehacer de comunidades e individuos, no es menos central el concepto de división del trabajo (ver figura 1). Este último concepto apunta a establecer que la actividad colectiva involucra necesariamente una creciente diferenciación de roles entre los individuos que participan de una comunidad, y en complemento, el desarrollo de estructuras regulatorias cada vez más densas y complejas que permitan dar cuenta tanto de los requerimientos colectivos (por ejemplo, de coordinación, bien común, etc.) como particulares (por ejemplo, derechos y deberes ciudadanos, laborales, etc.).




Figura 1. Sistema de Actividad (Engeström, 1999)


Así, análogamente a lo que reza la metáfora empleada por Vigotsky (1934) para explicar la relación entre pensamiento y lenguaje, la que señala que tal como la molécula de agua no puede ser explicada por las características particulares ni el comportamiento de los átomos de oxigeno e hidrógeno, es posible afirmar que el conjunto de procesos que participan del sistema de actividad formulado por Engeström (1999) serían indisociables entre sí, pues participarían dialécticamente en la configuración de la actividad, modificándose recíprocamente sus cualidades en el transcurso de esta misma actividad.


No obstante, y sólo para efectos didácticos, si tuviésemos que ubicar de modo distintivo el lugar de la subjetividad y de la intersubjetividad al interior de este sistema complejo, podríamos aventurar que:


· El lugar que se ocupe en la división del trabajo de la comunidad de pertenencia, el tipo de participación que se tenga en los procesos de producción, distribución, intercambio y consumo de bienes sociales, el lugar que se ocupe en la distribución espacial y temporal de las interacciones con otros, la historia de interacciones sociales que se tenga y lo significativo de los procesos de socialización a los cuales se haya estado y se esté sometido, serían desde la perspectiva de la THCA, las principales fuentes de la construcción subjetiva del sujeto.


· Los artefactos culturales, el desarrollo de sentimientos de pertenencia a particulares tramas sociales (comunidades de práctica, nación, grupo etáreo, de género, etc.) por efectos de participar de objetivos, roles, historia o destinos compartidos, serían a su vez las fuentes más significativas de la intersubjetividad posibles de identificar al interior del modelo de Engeström (1999).


La imbricación fenomenológica de estos distintos mecanismos permite a las personas generar simultáneamente sus representaciones sociales y sobre si mismas, en las que las referencias de inclusión categorial coexisten con aquellas que se anclan en el sentimiento de particularidad existencial.


Conclusión


Sin duda esta rápida y apretada revisión de los conceptos de subjetividad e intersubjetividad sólo permite mostrar un esbozo de la perspectiva culturalista del desarrollo de la psique humana, y ciertamente se corre el riesgo de cometer injusticias al intentar calificar perspectivas tan diversas como las que se mencionan y debaten en este texto. Así, es innegable que sería posible discutir la calificación que se hace de la perspectiva psicoanalítica desde una revisión del aporte que esta hace a una visión del papel que juega lo social en la conformación de la psique de los individuos, por ejemplo a través del concepto de identificación acuñado por Freud (Shalom, 1989), el que siendo menos popular que otros conceptos de esta línea teórica, no es por ello menos fecundo.


Lo que interesaba exponer aquí tiene por foco dar cuenta del rol clave que juegan los artefactos culturales en la articulación de los procesos psíquicos humanos. Las mediaciones que las personas realizamos a través de estos artefactos permiten sustituir en una decisiva medida el rol que en otras especies animales juegan los instintos en la organización de los comportamientos sociales e individuales de adaptación a los entornos de vida. Estos artefactos permiten no sólo sostener la indisoluble y dialéctica relación entre lo individual y lo social, entre lo subjetivo y lo intersubjetivo, sino que sobretodo la transforman en un círculo virtuoso, a través del cual los individuos y los colectivos sociales se alimentan mutuamente. Los individuos accediendo a un rico campo de representaciones heredadas y actuales para la comprensión y la acción en el mundo, los colectivos sociales beneficiándose de las lecturas, transformaciones y generatividad de significados promovidos por las personas en el transcurso de su actividad social concreta (producción, intercambio, colaboración, etc.).


Ciertamente esta relación entre lo individual y lo social no va sin contradicciones y conflictos ni sin efectos perversos en materia de construcción subjetiva e intersubjetiva. Si bien los artefactos culturales amplían grandemente las posibilidades comprensivas y de acción de individuos y colectivos sociales, también las delimitan, mediatizan y ejercen coerción sobre ellas, abriendo un amplio espectro de potenciales desencuentros al interior de los propios procesos subjetivos que el individuo realiza, así como al interior de los procesos intersubjetivos que ocurren entre individuos, entre colectivos sociales y entre individuos y colectivos sociales. En todos los casos, ambos procesos, construcción virtuosa y conflictividad, movilizarían el desarrollo subjetivo e intersubjetivo.


Volviendo al escenario que se plantea en la introducción, y a partir de los argumentos aquí expuestos, es posible afirmar que:


· Resulta difícil soslayar el rol de los artefactos culturales al momento de buscar precisar conceptualmente subjetividad e intersubjetividad


· Abordar los dilemas de sentido individual y colectivo que plantea la modernidad en nuestra sociedad, implica hacerse cargo en alguna medida de la naturaleza cultural de los procesos psíquicos humanos y de las características de los artefactos utilizados y mediaciones realizadas.


Desde esta perspectiva, conceptos y acción en el lo social pueden encontrar un canal convergente que tanto contribuya a dilucidar los dilemas de significado personales y colectivos, como a enfrentar dilemas pragmáticos, como aquellos derivados de la modernización de los espacios de vida y trabajo (Díaz, 2005) o las presentes dificultades en los modos de mediación de las relaciones sociales y de sus consiguientes secuelas de marginación, alineación y violencia.



Bibliografía


Psicólogo, Ph.D.© Universidad de París, profesor de la Escuela de Psicología de la Pontificia Universidad Católica de Chile. E-Mail: cdiazcca@uc.cl


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